Una pared blanca.

El tiempo a veces llega a ser ambiguo y escurridizo, tanto como para no poder agarrarlo, tanto como para perderlo...

La única señal que quedaba en aquel cuarto que indicase que el tiempo había pasado e
ra la estela de polvo que se había posado sobre los objetos de la habitación. En su rincón, una pequeña niña estaba acurrucada abrazándose las piernas y escondiendo la mirada del mundo. Sus lagrimas habían mojado su ropa y habían dejado un surco sobre sus mejillas, como si de gotas de mar salada se tratasen. El tiempo la había consumido en pensamientos inertes que apenas la dejaban moverse, provocando en aquella pequeña chica una sensación de desapego con el mundo. Dejó de ser quien era para encerrarse en aquella habitación oscura, donde el tiempo pasaba pero no le afectaba.

En muchas ocasiones pensó en salir, o simplemente en abrir la puerta hacia el mundo exterior, pero un temor interior se lo impedía. Cómo si se tratase de un parásito interno, la impotencia se hacía presa de su cuerpo.

Por aquella época, la chica pensaba que no había salida, y que esa era la única vida posible en aquella dimensión. Llegó a pensar que la oscuridad era bonita, y que las lágrimas eran símbolo de una vida plena. Su rutina se centró en sobrevivir dentro aquella habitación, intentando que los pocos rayos de sol que entrasen no se colasen demasiado para no enfadar a su impotencia. Había días donde parecía que el parásito estaba dormido y no podía hacerle daño, y nuestra chica se atrevía a retirar las espesas cortinas para poder ver el mundo exterior, o, en su defecto, la pared blanca que se mostraba frente a su ventana. Para aquella indefensa niña era suficiente...



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